martes, 17 de junio de 2008

la compleja construcción de la identidad desde la escuela


En "las ciudades invisibles" de Italo Calvino, la ciudad de Leonia demostraba su opulencia por lo que arrojaba a la basura, antes que por sus posesiones. Algo hay de esa ciudad que es nuestra escuela.

La educación se ha convertido en un producto más en el mercado, lejos de ser un proceso: tanto los padres como los hijos –y la mayoría de los educadores- se preocupan más por la consecución de los objetivos, por la toma de decisiones, por la recogida de los datos que por el proceso mismo, sin tener en cuenta, además, que el proceso educativo no acaba a los dieciséis años sino que dura toda la vida.

Somos una sociedad con prisa; el hecho de esperar se ha convertido en algo intolerable y no cejamos en la búsqueda de atajos para todo; el entrenamiento en la espera –actitud-base de la virtud “esperanza”- es esencial para el crecimiento de otras fortalezas como la disciplina o la paciencia. Lejos de eso, buscamos atajos para todo: (hoy los niños ven intolerable tener que pelar fruta y prefieren tomar zumo, y como éste, mil ejemplos más...) A tal punto que el privilegio de la clase acomodada en nuestro tiempo radica en tener acceso a estos atajos (a la seguridad social, la justicia, la información, etc)

Cuando la espera, la paciencia, el sentido de proceso, se difuminan, la religión pierde su finalidad y su lógica se convierte en algo errático e individual, donde nadie ajeno puede marcar los ritmos. Se convierte en un sistema autorreferente sin “telos”, sin finalidad aparente. La identidad religiosa es, por tanto, muy compleja.

El principio de siglo nos aventura, además, que estamos en era de privatización, y la gestión de la identidad no escapa a este proceso. Las dos palabras clave de las grandes ideologías del siglo XX: “sociedad” y “compromiso” se han disuelto en otras dos menos explicativas y más dramáticas: “red” y “conexión”. Hoy día ya no hablamos de estar comprometidos sino de estar “conectados” hasta el punto de que ciudadano puede serlo aquel que sólo esté disponible en esa función “conexión”; la sociedad es simplemente una “red” de conectados, de modo que el término “pobreza” muere ante el de “excluídos” (con menor carga moral). La identidad en la era de la conexión no es tarea fácil porque hay una carga emocional y experiencial fundante en la forja de la identidad que la conexión es incapaz de gestar.

Tanto parte de la izquierda como casi toda la derecha han apostado claramente por la privatización. Privatizamos no sólo empresas sino también instituciones: la religión, el matrimonio, el cuerpo, la genética... Nadie ha hecho sangre de este proceso pues tiene sus luces y también sus sombras. Cuesta entender que parte de la jerarquía eclesial se rasgue las vestiduras ante el laicismo y las concepciones privadas o “chill out” de la religión cuando se trata de un subproducto del proceso de privatización que sus “mejores hijos” iniciaron como gran negocio; de hecho, desde medios de comunicación “confesionales” se ha visto con buenos ojos parte de los procesos privatizadores recientes.

Las consecuencias de este proceso sobre la religión son muy severas: abundan las creencias autorreferenciadas en las que cada uno es gestor de pautas morales válidas en cada ocasión y sin discernimiento ajeno alguno. La “ideología de la intimidad” convierte en invulnerables estas creencias, que ni siquiera pueden ser discutidas o cuestionadas en público sin que supongan un “ataque”a la “persona”. Esas creencias se convierten en sistemas autorreferentes donde no interviene nadie sino productos de marketing más o menos atractivos que actúan sobre la persona como medicinas dependiendo del mal que las asole: si es la depresión, una creencia; si es la ansiedad, otra; si es la soledad, otra...

Por otra parte, la privatización de la realidad hace que otros conceptos también se privaticen y pierdan “capacidad de gestión social”, Así, la solidaridad es un ejercicio “capado” de “disciplina” y “telos”, cada vez más imposible de ser ejercido en colectivo, y reducido a decisiones individuales (apadrinamientos, cuotas, aportaciones o entregas puntuales...) Hay pocas oportunidades de experiencias de solidaridad en común. Si las hay, cada vez es más difícil anclarlas en compromisos a medio plazo. Pero lo más complejo es que, si las sumamos a la concepción privada de la realidad que estamos viviendo, tendemos a vivir una “concepción psicomórfica de la realidad” (Sennet), una sensación de que nuestra mente genera el problema y no lo puede resolver: dejamos de sentir culpa ante la visión de las hambrunas en África, pero nos provoca una gran ansiedad, que paliamos con pequeñas “medicaciones” (aportaciones económicas en una cuenta corriente); pero no sabemos a quién responsabilizar de esto y eso nos inquieta; los problemas sociales no los podemos resolver solos pero tampoco podemos cargar nadie la culpa de su realidad. Lo que se genera al final es una gran aporía, una maraña de sentimientos sin dilucidar ni comprender, que como no tienen solución, dejamos “en madeja” y aparcamos en la agenda de los “irresolubles” de modo que cada vez que vuelvan a aparecer, por nuestra propia “salud mental” (de ahí la “concepción psicomórfica”...) dejaremos que pase de largo esa aporía...

De hecho, las crisis sociales en los últimos años las estamos viviendo en clave de “enfermedad”, embarcándolas aún más en el dominio de lo privado.

Pues bien, las identidades religiosas sufren una aporía igual de compleja: es difícil ser iglesia sin estar en la iglesia, o sentirse iglesia sin sentirse pecador con sus pecados, o identificarse con sus contradicciones, o vivir en sus paradojas... Simplemente, tener una identidad supone pensar. Y hoy día, por desgracia, pensar es algo que estorba.

Así las cosas, vivimos en la “era de la evitación”, una época en la que restamos de todo lo que sucede su componente social: vivimos en una sociedad desdramatizada, desinstitucionalizada y destradicionalizada, sin categorías sociales que puedan servir de amarre o tabla de náufrago. Mantenemos, eso sí, algunas categorías “zombi” (muertas en vida) como la “clase social” o el “barrio” que esperan otras que las suplanten, mientras las de toda la vida, la “familia” o la “escuela”, tratan de seguir vivas sin encontrar su espacio y su sentido en esta sociedad conectada pero descomprometida.

Las identidades que surgen de esta dinámica social son identidades flotantes que adquieren los valores del mercado: son “flexibles”, “adaptables”, “transitorias”, “móviles”, “leves”, “dinámicas”. Han perdido la solidez de que gozaban en aquellos tiempos en que los conocimientos eran duraderos. Ahora, cualquier conocimiento es volátil y apenas resiste. La opulencia de nuestros conocimientos se mide por la cantidad de cosas que ya no sirven de un día para otro, somos lo que tiramos a la basura. Es difícil identificarse con algo que sabes que es perecedero, por lo que hay que estar preparado para nuevas identificaciones. La identidad tiene que ser “proteica”, abierta a todas las posibilidades que surgen día a día, abierta a las terapias que puedan necesitar nuestras enfermedades. La identidad ya no puede ser un texto que se conserve tiempo y tiempo, más bien debe ser un palimpsesto, esa tablilla sobre la que se escribe y se borra constantemente. La identidad debe mantenerse a flota a costa de adaptarse a las nuevas necesidades que van surgiendo día a día.

Por eso la escuela no engancha: ofrecemos identidades sólidas basadas en la disciplina, el esfuerzo, la dilación de la recompensa, el compromiso, los procesos largos, la espera paciente, la siembra, la socialización de los valores, la fuerza de la acción colectiva, el valor de la memoria y la elaboración de un camino personal en el campo de lo colectivo.

Frente a la escuela, la vida conectada ofrece identidades que cubren el momento, sin necesidad de compromisos, “identidades líquidas” –Zygmunt Bauman- plásticas, volátiles, flexibles, móviles, adaptables, circunstanciales y, sobre todo, placenteras, terapéuticas, capaces de aliviar los síntomas de nuestras enfermedades sociales de culpa, angustia e incapacidad (no de superar los problemas sociales y colectivos, eso no es tarea que competa al individuo).

Ante esta situación, nos obsesionamos con cargar de información nuestros procesos, recoger la mayor cantidad de datos posibles antes de tomar una decisión escolar –ya que sabemos que será discutida o judicializada si no está amparada en infinidad de datos- y convertir la educación en un mapa de algoritmos de tal modo que nuestra “fontanería” tenga un mapa de procesos tan nítido como el de una empresa de fabricación de automóviles. En realidad, no nos damos cuenta de que la sobreabundancia de datos no sirve de nada desde el punto de vista de la investigación y la toma de decisiones. Sólo sirven los datos que se pueden manejar, los datos que se convierten en indicadores. Tener más datos de los que se van a manejar sólo genera problemas: de insatisfacción, de saturación, de inoperancia... Nos habremos adaptado , seremos flexibles y plásticos pero no estaremos resolviendo problemas sólo con esa estrategia. No es una metodología de trabajo sino una técnica de recogida de información. La única metodología educativa es la didáctica.

Y el único objetivo educativo importante es cargar de competencias al alumnado para que sea capaz de aprender a lo largo de toda su vida. Entendiendo que la educación es un proceso y no un producto que se acaba a los dieciséis o dieciocho años. Ni todo acaba ahí, ni debe estar ahí todo conseguido.

Y el objetivo fundamental de la vida educativa es la construcción de una identidad propia. En los colegios, tratamos de ofrecerles nuestra propia identidad como apoyo a la construcción de la suya, pero ese intento no figura en los manuales de calidad sino en los proyectos educativos, documento vivo que está muy por encima de aquellos.

No hay comentarios: