Clavel y sidol
Con el algodón empapado en sidol, Abelarda frotaba afanosa la placa de plata del nicho de su madre. Hacía frío y la humedad le mordía los dedos entumecidos A los pies de la escalera esperaban dos docenas de claveles en rosa y blanco. El vaso de duralex todavía tenía esa línea verde de la putridez y ese olor punzante a sobaco de vieja. Cuando hubo terminado con la placa, Abelarda comenzó a restregar escrupulosamente el mármol con la misma rabia con que raspaba los restos de la vitro en casa de los señores. Toda la puñetera vida criando niños, cuidando viejos... Hasta después de muertos había que estar adecentándolos...
María esperaba en el coche, hastiada de esperar a su madre. Se le estaba corriendo la pintura de cara y el disfraz de bruja de su hermana mayor le venía grande. A las siete y cuarto tenía que estar en casa de Sara, tenía hambre, hacía un frío de muerte y, por no haber, no había ni radio en el coche.
Cuando Abelarda colgó los claveles, se le vino a la cabeza que el más allá era mejor que el más acá, y que ojalá mañana lloviera y les cayeran chuzos de punta a las primas cuando pasearan por delante de las tumbas hurgando entre las flores por ver si eran de supermercado o de floristería. A quién se le habría ocurrido poner el día de difuntos al borde del fin de mes.
Por la noche, mientras se hacía una sopa con avecrem, un par de ajos y fideos, con la callada soledad de una mesa vacía y dos sillas sin dueña, pensaba en su hija celebrando dios sabe qué fiestas extranjeras; pensaba en ella misma y su fiesta, el clavel, el sidol, y en lo que poco que le gustaban a su madre los claveles.
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