lunes, 17 de noviembre de 2008

La semana pasada, semanita agitada...

El lunes, muy de mañana (habíamos quedado a las 7,50h en la parada del 43 de Pº Pamplona) estábamos tod@s como clavos esperando al bus. Mucho frío, mucho barro, mucho calzado inadecuado (¡¡¡ay, Martaaaaa!!! Mira que lo habíamos avisado...) mucha niebla, pero una mañana excepcional: quién nos iba a decir que, a seis km de la urbe, podríamos encontrar docenas de huellas de jabalíes, señales de ginetas, ver ánades, fochas, enormes garzas blancas, cormoranes... Hasta el buho real -que no apareció, el muy cobarde- debía andar por ahí, parapetado en las grietas de los escarpes.

Manuel, nuestro guía, acabo encantado con vosotr@s y el respeto que mostrasteis por todo lo que veíais: de qué si no nos hubiera dejado pasar por la zona restringida de anidación especial...

Si os sirve para coger la bici de vez en cuando y acercaros por ese excepcional rincón -recordad que cuando seáis viejitos y le digáis a vuestros nietos que el galacho era esto, les resultará increíble- habrá valido la pena la visita.

Nos quedan otras: a ver cómo apañamos esa visita a la Sierra de Alcubierre o a Belchite, a ver trincheras de la Guerra Civil, o esa otra por Zaragoza para detenernos y contemplar las maravillas que esconde esta vieja ciudad.

Por otra parte, el miércoles fue día de convivencia en La Quinta Julieta: buen día en general, aprovechamos las dinámicas, trabajamos bien como grupo y salieron muuuuuuuchas cosas por ahí. Lo mejor para alguno, esa relajación de 50 minutos en la que un par se echaron "la siesta del carnero", jeje

Esta semana no tenemos ningún sarao especial, salvo que ahora estáis escribiendo en esta misma sala un comentario de ética sobre aspectos positivos y negativos del botellón... Lo que voy oyendo desde aquí tiene buena pinta.

Jorge



miércoles, 5 de noviembre de 2008

APÓSITOS I “UNA CARRERA LOCA” (Trampa literaria que plantea que todo parecido con la realidad es por culpa de la realidad misma)


“–¿Qué es una Carrera Loca? –preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.

–Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo.

(Y por si alguno de vosotros quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día de invierno, voy a contaros cómo la organizó el Dodo.)

Primero trazó una pista para la Carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá a lo largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de modo que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban corriendo más o menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente:

–¡La carrera ha terminado!

Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando:

–¿Pero quién ha ganado?

El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo:

–Todos hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio.

–¿Pero quién dará los premios? –preguntó un coro de voces.

–Pues ella, naturalmente –dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como locos:

–¡Premios! ¡Premios!

Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado dentro), y los repartió como premios. Había exactamente un confite para cada uno de ellos.

–Pero ella también debe tener un premio –dijo el Ratón.

–Claro que sí -aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó–: ¿Qué más tienes en el bolsillo?

–Sólo un dedal -dijo Alicia.

–Venga el dedal -dijo el Dodo.

Y entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:

–Os rogamos que aceptéis este elegante dedal.

Y después de este cortísimo discurso, todos aplaudieron con entusiasmo.”

LEWIS CARROLL, Alicia en el país de las maravillas, cap III (1865)

Quién le iba a decir al viejo Charles Dogson, que firmaba sus libros como Lewis Carroll, que sus palabras no iban a sonar a hueco tantos años después… En la crisis de 1929, por ejemplo.

Por entonces, Francis Scott Fitzgerald contaba en un excelente y durísimo libro, Crack-Up, de 1936, lo duro que le resultó a la sociedad norteamericana volver a creer en sí mismos después de un tiempo, aquellos felices 20, en que costaba pagar en los bares tu consumición, el camarero que te servía era inmensamente más rico que el cliente y hasta el peluquero ganaba medio millón en Bolsa. Qué lejos han quedado los días en que la gente rica lloraba, no porque les faltara algo sino porque, una vez alcanzado todo –absolutamente todo- con tanta facilidad, sabían que nunca en la vida volverían a ser tan felices. Tan lejos, tan cerca, quién sabe…

Les mintieron. Les dijeron, como en esa carrera de Alicia en el País de las Maravillas, que corrieran, que apostaran, que pusieran todo su dinero en juego porque había premio para todos. No era cierto.

Poco después, en una década humillante, cuando los conflictos de clase se pusieron los ropajes de las patrias, descubrieron de golpe y porrazo que el sistema tenía límites, que la ciudad no era infinita, que las calles tenían una sola dirección –para media humanidad, esa dirección era de salida- que no ganaban más que unos pocos y que, cuando tocaba pagar, esos pocos ya no estaban en la carrera. Descubrieron en definitiva que su ciudad, esa Nueva York cosmopolita donde cada oficina tenía un bar clandestino desde el que desafiar la Ley Seca, no era precisamente el universo, ni siquiera un universo en pequeñito. Ellos pensaban que todo cabía, que todo estaba en Nueva York, y en realidad ese espejo, como todo espejismo, había saltado en pedazos.

Qué les queda de eso, qué nos queda de eso… Que sabemos muy poco de historia, que aprendemos poco de ella, y que un sano escepticismo ante una victoria –máxime si es electoral- es más saludable que saltar de alegría porque el sol asoma tibiamente en un día nublado.

Pero todo parecido con la realidad, es pura coincidencia, o culpa de la realidad misma que se empecina en parecerse a sí misma; nada de esto está pasando, por qué iba a suceder algo tan tonto.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Ideas liebres: definición de hombre

Idea liebre:
Hombre: dícese del ser que se pasa media vida con la bragueta bajada y la otra media buscando quién se la suba.

Clavel y sidol, el jálogüin español

Clavel y sidol

Con el algodón empapado en sidol, Abelarda frotaba afanosa la placa de plata del nicho de su madre. Hacía frío y la humedad le mordía los dedos entumecidos A los pies de la escalera esperaban dos docenas de claveles en rosa y blanco. El vaso de duralex todavía tenía esa línea verde de la putridez y ese olor punzante a sobaco de vieja. Cuando hubo terminado con la placa, Abelarda comenzó a restregar escrupulosamente el mármol con la misma rabia con que raspaba los restos de la vitro en casa de los señores. Toda la puñetera vida criando niños, cuidando viejos... Hasta después de muertos había que estar adecentándolos...

María esperaba en el coche, hastiada de esperar a su madre. Se le estaba corriendo la pintura de cara y el disfraz de bruja de su hermana mayor le venía grande. A las siete y cuarto tenía que estar en casa de Sara, tenía hambre, hacía un frío de muerte y, por no haber, no había ni radio en el coche.

Cuando Abelarda colgó los claveles, se le vino a la cabeza que el más allá era mejor que el más acá, y que ojalá mañana lloviera y les cayeran chuzos de punta a las primas cuando pasearan por delante de las tumbas hurgando entre las flores por ver si eran de supermercado o de floristería. A quién se le habría ocurrido poner el día de difuntos al borde del fin de mes.

Por la noche, mientras se hacía una sopa con avecrem, un par de ajos y fideos, con la callada soledad de una mesa vacía y dos sillas sin dueña, pensaba en su hija celebrando dios sabe qué fiestas extranjeras; pensaba en ella misma y su fiesta, el clavel, el sidol, y en lo que poco que le gustaban a su madre los claveles.